En pleno apogeo de supuestas compras, ventas, amaño de partidos, resultados
apañados y apuestas fraudulentas, quisiera aclarar que todo esto, con mayor o
menor escala, siempre ha sucedido…y no sé
si, desgraciadamente, siempre sucederá.
Vayamos
con hechos acontecidos en otras épocas, que no me contaron. Los viví yo. Por ejemplo recuerdo un individuo,
que nadie supo nunca de donde había
salido, pero al que de repente te
encontrabas por esos campos de Dios. En los hoteles, antes de los
partidos, el tipejo en cuestión –puro en
ristre, eso sí, siempre- se dirigía a nosotros y tenía la desfachatez de enseñarnos a los
periodistas un maletín lleno de billetes de curso legal. Lo abría y se
vanagloriaba, “mira, mira…tres millones. Son para el árbitro”. Y te dedicaba un
guiño que, supongo, pretendía ser de complicidad. Nunca supe, realmente, el destino de aquel
dinero. Porque después del alarde en el hotel, ya no volvíamos a verlo. Y los
árbitros, como siempre, se equivocaban y no dejaban satisfechos a casi nadie. Igualito, igualito
que hoy en día. Y a veces –también como hoy en día- resultaban sujetos decisivos en el resultado
final de algunos partidos.
Al paso de los años y encontrándome en el despacho
del director general de una empresa
multinacional muy importante, el individuo en cuestión,
entró en aquella estancia, sin
llamar y con el desparpajo –y el descaro de siempre- diciéndole al
gestor en cuestión: “Todo a punto para esta noche”. Y, claro, acabó con el
guiño que yo ya conocía. Y el habano
siempre entre los labios. La vida me ha enseñado, andando el tiempo, que hay
extraños y misteriosos personajes capaces de nadar en la abundancia entre
falacias y bribonadas. Y a quienes nunca
les pilla nadie porque no dejan pruebas y son
mucho menos simples, supuestamente, que los Urdangarín de turno,
pongamos como ejemplo.
En
otra época y durante cuatro o cinco temporadas, apareció un nuevo individuo
siempre acompañado de otro maletín. Su “modus operandi” era otro. Le pedía el dinero al presidente de determinado club, con la consigna de que era “para el árbitro”.
Naturalmente, el carriel en cuestión se
llenaba también con billetes de curso legal. Se destinaba únicamente a los
partidos jugados como equipo visitante. Si el equipo , ganaba, el argumento era
siempre el mismo: “Ya has visto, eh…El árbitro ha estado genial. Ya te lo
dije…” Y el hombre se quedaba con el dinero, porque no conocía al colegiado ni había tenido ningún trato con él. ¿Qué el
partido se perdía?. Pues muy fácil: “Toma
el dinero. No ha podido ser. Estaba presente un delegado de los
árbitros y había que andarse con mucho tino”.
Lo billetes volvían al presidente del club en cuestión, que pensaba:
“Que hombre más honrado”. Así, aquel tipo llegó a reunir varios millones de
pesetas. Y en ningún caso había oportunidad de una foto “robada”-en aquel
entonces no se estilaba ni había teles con programas…-bueno, programas…- y por
lo tanto no existían pruebas.
Como
tampoco existieron en un partido concreto en el que se enfrentaban dos equipos
determinados, uno de los cuales estaba al borde del descenso y al otro, los puntos no le importaban ni poco ni mucho.
Para que no hubiera dudas, el dinero se depositó en el despacho particular de
un personaje de grandísima categoría e influencia, al que si el equipo que debía
hacerlo, perdía, tenía que dirigirse
para cobrar. Aquí había en el embrollo mucha gente, desde la base hasta lo más
alto. Me lo contó, poco después, un intermediario –que ya no está entre
nosotros- sin que nadie pudiera
sospechar lo más mínimo y mucho menos, como digo, hacerse con una prueba que
permitiera denunciarlo.
Y
ahora que es tan fácil y desahogado mezclar a jugadores y equipos determinados
con chanchullos y tejemanejes –las apuestas, que entonces no existían, es
cierto que han ensuciado mucho el fútbol y otros deportes- quiero romper una
lanza a favor de la honradez de los jugadores. Cierto que, como en todos los
órdenes de la vida, los habrá indignos. Pero
no se puede –ni se debe- generalizar como parece que es tan fácil
hacerlo hoy en día. En mi época de entrenador profesional, llegó el final de
una temporada en la que nosotros ya no nos jugábamos más que la honrilla. Y en un partido determinado, un
responsable del club solicitó entrar en el vestuario antes del partido. Yo
tenía por norma no dejar entrar a los directivos –ni siquiera al presidente- ni
antes ni después de los partidos. El vestuario era sagrado. Para los jugadores,
para mis auxiliares y para mí. En mis
tiempos de Seleccionador catalán, ni el
mismísimo presidente Pablo Porta (q.e.d.) estuvo nunca en el vestuario… Pues bien,
aquel día, como digo, un alto dirigente me pidió permiso para hacerlo. Como terminaba la temporada,
creí que iba a despedirse antes de las vacaciones y le permití que entrara.
Comenzó a hablar: “Bueno…Ya sabéis que nosotros estamos tranquilos pero a
nuestro adversario de hoy les hacen falta esos puntos para salvarse. También
sabéis que nuestra economía no es demasiado boyante y por eso, el presidente
del otro equipo ha hablado con nosotros para decirnos que…”. No le dejamos
terminar. Justo cuando yo iba a pedirle
que dejara el vestuario, el defensa
central, de pie en el banquillo y
con las botas en la mano, me dijo: “Míster…O le echa usted o lo saco yo a
zapatazos”. Y ello con el beneplácito de todo el equipo y mi entera
satisfacción por estar al frente de un equipo cuya rectitud y moralidad nunca
había puesto en duda.
Quiero
decir con ello, que en este teatro del fútbol, casi siempre los más honrados
son los actores. Como aquellos jugadores míos, profesionales, pero a quienes no les sobraba el dinero, o estos supermillonarios de hoy a quienes parece tan fácil vilipendiar
y ensuciar su reputación. Qué habrá un –o unos pocos-indeseables. Por supuesto.
Pero ni más ni menos que en la sociedad en general.
Por
eso quiero romper una lanza a favor de los futbolistas. Y a quienes se empeñan
en insultar y menospreciar a unos profesionales íntegros, decirles que se hagan con las pruebas necesarias e
indispensables antes de colmar de
indignidad a unos seres, en su inmensa mayoría, honorables y respetables profesionales, con el
único objeto de llenar de bazofia
determinados espacios de prensa, radio y televisión que tanto daño hacen a la
sociedad.