Federer y Wade, 2009 |
El suizo Roger Federer ha ganado su séptimo Wimbledon. Ha igualado a
Pete Sampras y Steffi Graf. A punto de
cumplir 31 años –ocurrirá el 8 de agosto próximo- algunos ya daban por
finiquitada su carrera en ese dañino afán de acabar con los mitos…al tiempo que
se les adora en el pedestal de la gloria. Extraño contrasentido…Con esa
victoria, Roger ha recuperado el número uno en la clasificación mundial, superando a
Djokovic y Nadal. Ahora le espera un reto muy cercano: el oro olímpico –no lo
tiene aún, puesto que en Pekin lo ganó Rafa- en el apartado individual. En el
doble, sí que lo logró. Y no olvidemos
que los Juegos se desarrollan en Londres y
Wimbledon será el catedralicio escenario de la disciplina tenística. En
resumen, el Jardín de Roger.
Pero esta hazaña del suizo ya ha ocupado
portadas, titulares y programas completos –televisión y radio- en el mundo
entero. Por eso yo quiero referirme a determinado matiz con el que quiero
aclarar algún concepto que ha venido siendo el añadido a este triunfo de
Federer. He leído y oído que con la
presencia en la final del escocés Andy Murray el tenis británico ha estado
cerca de romper una larga sequía de 76 años. Exactamente desde que en 1936,
Fred Perry fuera el último inglés en ganar en la Catedral.
Bien…Me parece justo aclarar algo. Sin nos
referimos al tenis británico, en general, esta referencia no es exacta. En el
año 1977 se cumplía el Centenario de Wimbledon.
Una efeméride inolvidable en mi carrera periodística puesto que,
auxiliado por técnicos de la BBC, se habilitó una pequeña cabina desde la cual retransmití el
acontecimiento para Televisión Española. Recuerdo perfectamente el desfile de
los viejos campeones, la satisfacción con la que periodistas locales y tabloides
más o menos sensacionalistas, vivieron y celebraron aquella quincena. Y como
todo quedó enaltecido con la presencia y protagonismo de la mismísima reina
Isabel. Pero, por encima de todo, recuerdo la inmensa alegría de la gente,
autoridades, políticos y medios de comunicación, porque precisamente ese año se
rompía la sequía del tenis británico. Una tal Sarah Virginia Wade (Bournemouth,
10-7-1945), a punto pues de cumplir 32 años, ganó en la final femenina a la
holandesa Betty Stove, por 4-6,6-3 y
6-1. Triunfo que supo todavía mejor
puesto que la conocida simplemente como Virginia Wade hubo de remontar la
pérdida del primer “set”. El titular más utilizado, al día siguiente, con
caracteres alarmantes en toda la prensa, era el que hacía referencia a que “Gran
Bretaña encontró su gloria”.
Virginia Wade, 1977 |
No es cierto, pues, que los británicos o las
británicas hayan estado cerca de ganar el considerado primer torneo del mundo,
76 años después de que lo hiciera Fred Perry en 1936. Virgina Wade rompió esta
maldición en 1977. La mismísima reina Isabel bajó a la pista –ese día no hizo
los honores ni el Duque ni la duquesa de Kent, como ha venido siendo habitual- y le entregó, en persona, a Virginia, el
enorme y tradicional plato que distingue a la campeona de Wimbledon, ante el
entusiasmo y la emoción de toda Gran Bretaña.
Pero es que antes de Virginia y después de la
victoria previa a la Segunda Gran Guerra, de Dorothy Round (1937), otras
británicas, Angela Mortimer (1961) y Ann Jones (1969), ya habían ganado en
Wimbledon. Por cierto que aquel año de 1977, Virginia Wade no era la favorita
de público y prensa locales, que habían elegido como su preferida, a la rubita,
más joven, Sue Barker. Pero, con su victoria, Virginia era capaz de acabar el
año como cuarta jugadora mundial, por delante de la citada Sue Barker y por
detrás de tres monstruos como Chris Evert, Billie Jean King y Martina
Navratilova. La Wade, que ya empezaba a
peinar un frontal con incipientes canas, estrenó otra clasificación, la “Sonny
Ericsson WTA Tour Awards” que iba a designar a la “tenista del año”, distinción
que en temporadas siguientes -hasta
1996- iban a copar Martina Navratilova y
Steffi Graf, con esporádicas apariciones de Chris Evert, Tracy Austin y Mónica
Seles. Y, finalmente, Sarah Virginia Wade “puso” en el mercado una marca de
ropa que iba dominar el mundo en las dos décadas siguientes: ELLESSE, oriunda
de Perugia (Italia). Y a la vez acabó
con los desfiles que propiciaba y organizaba
el modisto Teddy Tinling, previos a cada
torneo londinense.
De manera que no es exacto que el tenis
británico lleve 76 años intentando ganar en Wimbledon. En esta época, en la que la igualdad entre
hombres y mujeres está cada vez más aceptada, no vale con acordarse únicamente
de la prueba masculina de Wimbledon. La
mujer también ha tenido algo que decir.
Lo correcto es puntualizar que el tenis británico no gana la prueba individual
de Wimbledon desde hace 35 años.
A destacar que en el apartado masculino
irrumpió un jovencito zurdo, descarado e incluso mal educado, que había llegado
desde los Estados Unidos para jugar la prueba junior, John McEnroe … No pudo hacerlo y en la
categoría absoluta llegó a semis, en las que arrebató un “set” al mismísimo
Jimmy Connors, cabeza de serie número uno, al que puso en constantes apuros durante todo el
encuentro. En la final, Bjorn Borg, favorito número dos, ganó a “Jimbo” en
cinco disputadísimas mangas.
Por cierto que aquel año de 1977 pasaron otras
cosas en el tenis mundial. Como por ejemplo apareció en Roland Garros, inventada por un técnico alemán, la raqueta
de “doble cordaje” -¿recuerdan?- que
permitió a tenistas de evidente mediocridad, llevar a cabo algunos éxitos
pasajeros, hasta que la Federación Internacional optó por declararla ilegal.
Incluso Ilie Nastase, siempre controvertido y genial llegó a probarla.
La pugna, en lo más alto del “ranking” entre
Connors, Borg y Vilas, hizo que mucha
parte de la prensa asimilara el tenis de alta competición a la “Guerra de las
Galaxias”, la película de Spielberg que aquel año de 1977 establecía records de
taquilla en el mundo entero.
Y también iba a ocurrir, después de aquella
edición de Wimbledon, algo trascendental: tras 54 años de presencia continuada
en el West Side Tennis Club de Forets HIlls,
los Internacionales de Estados Unidos iban a trasladarse, al año siguiente, a
un nuevo complejo que estaba en plena construcción. Hoy es conocido como
Flushing Meadow.
Séame permitido, para cerrar este álbum de
recuerdos, una breve licencia en mi carrera profesional. Aquel 1977 en Wimbledon, también establecí una marca modesta, que me
llenó de satisfacción. Durante la transmisión de la prueba masculina, el día de
las semifinales, estuve hablando sin interrupción durante 7 horas y 40 minutos,
sin otra presencia en mi cabina, cada dos
horas, de una señora, que dejaba
encima del pequeño mostrador un bocadillo en el que rebosaban, en su contorno
circular, varias hojas de lechuga. Pegarle un mordisco a aquel panecillo
suponía algo así como meterse en la boca media docena de chicles, a la vez.
Con los años, creo que en la década de los
noventa, Matías Prats y Andrés Gimeno superaron,
en Australia–por poco- aquella marca de la que tan orgulloso me sentía. Claro
que ellos…eran dos.